Pocas cosas nos obligan a estar con nosotros mismos más que un viaje en solitario. La experiencia se puede convertir en un viaje introspectivo o más bien en una explosión de socialización con personas de diferentes culturas. Depende por supuesto del lugar…y de nuestro estado de ánimo.
Tokio es más bien sinónimo de introspección para cualquier occidental que se proponga visitarla, y aún más si tiene el atrevimiento de hacerlo solo.
Paradójicamente el conglomerado urbano más habitado del planeta es un lugar en el que cada persona tiene la oportunidad de intimar con la atmósfera cosmopolita más espectacular que han visto mis ojos. La diferencia entre estar en una esquina de Times Square en Nueva York, Piccadilly Circus en Londres y el famoso cruce de Shibuya en Tokio es que en este último se tiene el salvoconducto para detenerse relajadamente en medio de la muchedumbre y contemplar un festival cinético de neón y una «fauna» humana delicia para cualquier sociólogo o antropólogo. Ese derecho nos los otorgan los tokiotas gracias a su carácter reservado que respeta el espacio vital de cada quien.
Un viaje por el metro de Tokio resumen magistralmente lo que caracteriza la capital japonesa. Un derroche de pulcritud, adicción a un desarrollo tecnológico indetenible y el respeto por los demás; de individuos que miran al móvil para desatar su adicción al Candy Crush y otros juegos online o simplemente para socializar por el chat de Line. Todo en un vagón donde está prohibido hablar por el móvil y se le debe de bajar el tono para no romper el silencio y despertar a los tokiotas que decidieron echar una cabezada antes que meterse en su universo 4G.
En mi viaje a Tokio descubrí las tres formas más efectivas para «intimar» con ella. Al ser un lugar con tantos impulsos sensoriales hace falta tener una visión más amplia o panorámica de la ciudad.
El primero fue sentarme en un bar o café en el barrio de Ginza. Allí simplemente la idea fue contemplar a la gente pasar. Podría sonar aburrido, pero puedo asegurar que para mí fue una de las experiencias que me hicieron apreciar de forma más sencilla a Tokio y su gente. Hubo momentos cumbre como ver a dos mujeres trajeadas de geishas que cruzaban la avenida. Para todos a su alrededor entraba en sus parámetros de normalidad. Para mí era simplemente «flipar en colores».
A pesar de ser una selva de hormigón de grotescas dimensiones, Tokio siempre nos guarda un oasis de naturaleza. Un ejemplo de ello son los jardines del Palacio Imperial o los jardines de Hamarikyu en la desembocadura del río Sumida. Hay muchos más, pero ambos casos representan una forma de no olvidar la naturaleza ni mucho menos que los japoneses se olvidan de ella, todo lo contrario.
Más allá de los colores reflejados en cada uno de sus árboles o lagos, una de las cosas que más sorprendió de estos espacios naturales ha sido el silencio que a lo lejos tenía como fondo musical el ruido de la ciudad, como si se tratara de los latidos de su corazón.
Pero hace falta subir a las alturas para sentir que realmente conquistamos Tokio. Por suerte, la ciudad está llena de miradores desde donde tendremos la oportunidad de hacerlos una idea más compacta de la misma. La Torre de Tokio, la impresionante Tokyo Skytree – la más alta de Japón con 634 metros de altura – o el mirador de la torre de Roppongi Hills son alguno de los mejores lugares para apreciar lo infinito de la ciudad desde las alturas.
Mi experiencia en el mirador Roppongi Hills es quizás uno de los más inolvidables que haya tenido en mucho de mis viajes. El highlight de mi visita a Tokio fue tener la oportunidad de ver cómo tras un atardecer con algunas nubes algo caprichosas se abrieron paso para mostrar el Monte Fuji. Como un Rey sentado en su trono descendía de sus casi 4 mil metros para saludar a su reino. Fue definitivamente el momento en el que sentí que se consumaba mi encuentro íntimo con Tokio.