Si es verdad que todos los caminos llevan a Roma, el que encontré para llegar a ella fue quizás uno de los más tortuosos, pero no menos sorprendentes. Hasta ahora Italia era uno de los países de Europa que más se me resistía, y lo fue así incluso hasta el momento de aterrizar en el aeropuerto de Ciampino.
El vuelo salió de Barcelona a la hora programada. Despegue correcto y vuelo tranquilo. Mientras, aprovechaba para revisar una guía histórica sobre Roma y profundizar un poco más sobre la riqueza cultural de esta ciudad. Descubro también el mapa de la ciudad y logro al menos tener una idea visual del lugar – soy un neurótico de los mapas y siempre quiero saber dónde está el norte -.
Cuando ya toca empezar a descender el piloto anuncia que debido a una tormenta en Ciampino debíamos esperar a que remitiera para poder aterrizar. Empezó siendo una espera tortuosa debido a turbulencias que pusieron verde no sólo a los pasajeros, sino también a la tripulación. Pero el momento fue maravilloso gracias a un pequeño detalle: entre el mareo y las nubes de pronto se abrió ante mí Roma vista desde el cielo. Olvidé por un momento el mareo y pude contemplar la ciudad tal y como instantes antes lo hacía con el mapa de la guía histórica.
Allí a mis pies tenía a Italia y su grandiosa capital: El Vaticano, El Coliseo, Pizza Venezia, Piazza Espagna, Trastévere…tuve tiempo para reconocer uno a uno los más grandes iconos de Roma.
Allí estaba la ciudad que tiene un punto de caos latino necesario para entenderla, a ella y a sus habitantes.
Allí estaban las calles empedradas cuyo roce con la rueda de los coche generan un sonido peculiar y hasta cinematográfico.
Allí estaban las cientas de calles y plazas sin salida tomadas por bares, turistas perdidos buscando Via El Corso o una pareja aprovechando el aire romántico de la ciudad para expresar su amor.
Allí estaban las pizzas por doquier, tan deliciosas como fotogénicas por su sabor y los múltiples colores de sus ingredientes.
Allí estaba Via El Corso con una decoración navideña basada en una increíble bandera italiana hecha de luces que se extendía desde la Piazza del Popolo hasta Piazza Venezia.
Allí estaba la Fontana di Trevi y decenas de turistas de espalda a ella, recibiendo tres monedas por cada uno de ellos. A ver si les aseguraba salud, felicidad y sobre todo volver a Roma.
Allí estaban los kioskos que vendían los Ciambelle romano, fáciles de reconocer por los envases gigantes de Nutella que daban la bienvenida a cualquier amante de este manjar.
Allí estaban las miles de motos Vespa, el ícono en movimiento indiscutible de Roma.
Allí estaba la eterna cola para entrar a la Catedral de San Pedro y sus cientos de turistas imaginando a Miguel Ángel construyendo su cúpula.
Allí estaba en lo más alto de la Piazza Venezia una gaviota mirando al horizonte, convirtiéndose en protagonista de fotos realizadas por los turistas que luego recorrerían el mundo y el ciberespacio.
Allí estaba la iglesia de la Trinità dei Monti, en lo más alto de la Piazza Espagna. El lugar donde con mucho descaro entré para resguardarme del frío y descubrí un coro de monjas que con su canto lograron encaminarme a una súbita siesta.
Allí estaba el Coliseo de noche, con una energía capaz de erizar la piel y recordar a saber las miles de historias que se tejieron allí dentro.
Tras 40 minutos de espera en el aire logramos finalmente aterrizar y entonces descubrí otra frase más para esta ciudad: después de la tormenta ¡Roma!